La falta de cuerpo materno disponible cuando somos niños es un desastre ecológico a gran escala. Si no logramos succionar la sustancia materna traducida en leche, abrazos, caricias, tacto, palabras suaves, mirada complaciente, frases cariñosas y comprensión cargada de compasión y ternura durante la niñez, no tenemos más remedio que anestesiar nuestros propios cuerpos y el desarrollo de nuestra vida espiritual futura. En el caso de las niñas, el congelamiento de nuestros cuerpos tendrá consecuencias nefastas sobre nuestra descendencia.
El guerrero es un eslabón absolutamente necesario para la dominación. No podríamos perpetuar el dominio de nuestra civilización sin garantizarnos una gran cantidad de individuos que ejerzan la superioridad de unos sobre otros. Para una cultura de conquista, necesitamos entrenar futuros guerreros continuamente. Ese es el principal motivo por el cual las madres separamos a los niños de nuestros cuerpos. Por eso es pertinente que observemos nuestras conductas individuales en el marco de las conductas colectivas –ya que son análogas– para reconocer que siglos de historia no se modifican con un puñado de voluntades. Precisamos mucho más que eso: En principio nos hace falta acordar qué tipo de civilización queremos para nosotros y nuestros descendientes.
Separar a los niños recién nacidos de sus madres no es ingenuo, tampoco es casualidad ni es un error. Mientras todos contribuyamos a que las cosas continúen dentro del mismo sistema opinando prejuiciosamente, no habrá verdaderas chances para un cambio total de perspectivas. Las madres no toleramos a los niños pegados a nuestros cuerpos y los demás individuos –varones y mujeres– no toleramos que las mujeres carguen a sus hijos en brazos.
La mayor crueldad es no abastecer afectivamente al niño apenas salido del vientre materno en la medida en que cada criatura lo requiera. ¿Hasta cuándo? ¿Cuál es el límite? Estas preguntas frecuentes las formulamos los adultos desde nuestro lado infantil e incapaz, como consecuencia de nuestras propias infancias.
Es imposible que una criatura humana reclame algo que no necesita. Es absurdo. Solo un adulto que ha vivido la crueldad siendo niño puede tener el corazón tan frío al punto de sostener que ese niño no tiene derecho a recibir aquello que genuinamente está reclamando. Insisto en que estamos gestando –a partir de cada acto de desamor, pequeño a ojos del adulto pero inmenso para el bebe– un niño que, desamparado, tendrá que generar con urgencia algún mecanismo para su supervivencia.
Estamos hablando de una abrumadora realidad colectiva: nos han robado nuestras infancias y ahora nos dedicamos a robar las infancias de quienes son niños hoy. ¿Es exagerado? No. Basta revisar con honestidad el grado de adaptación a las reglas de los mayores a las que estuvimos sometidos cuando fuimos niños, para darnos cuenta que hoy –munidos de nuestras opiniones bienintencionadas– consideramos que no es correcto que el niño pequeño nos exija tanto. ¿Quién tiene razón? A falta de referentes confiables, precisamos regresar al diseño original del ser humano, dando crédito a eso que el niño pide. Es obvio que hemos establecido una lucha entre el niño que fuimos y que aún espera ser resarcido y el niño real que tenemos en brazos y que espera su cuota de confort y saciedad. ¿Quién gana? El adulto en situación de revancha. ¿Por qué –incluso así– las personas grandes no estamos satisfechas? Porque permanecemos ignorantes respecto de nuestra propia realidad emocional. Sin observar la totalidad de nuestro escenario, sin abordar nuestra propia infancia y sin comprender que aún estamos pretendiendo alimentarnos como si todavía fuéramos niños hambrientos de amor materno, jamás podremos dar prioridad a las necesidades acuciantes del niño que tenemos a cargo.
Laura Gutman