Todo anhelo de felicidad depende de nuestras experiencias primarias. Aquello que hemos sentido siendo niños –cuando el bienestar y el placer deberían ser recibidos por parte del adulto que nos cuidaba porque no lo podíamos generar por nuestros propios medios- va a condicionar la calidad de todo nuestro abanico de percepciones. Durante la niñez se organizan las sensaciones básicas, que luego van a ser el soporte de toda nuestra organización psíquica posterior: nuestras creencias, opiniones, pensamientos, órdenes amorosos, sexualidad, seguridad interior, libertad y despliegue. En efecto, aún no alcanzamos a vislumbrar el impacto que tienen -sobre la totalidad de cada vida humana- las experiencias amorosas durante la niñez, o bien las experiencias de soledad o distancia emocional respecto de nuestras madres.
Cuando devenimos madres o padres y estamos inundados por la exigencia cotidiana en la crianza de los niños pequeños, perdemos de vista el alcance que tiene para la humanidad entera, que ese niño que es nuestro hijo se sienta bien tratado, atendido, percibido y satisfecho. Lamentablemente –sin un proceso de indagación personal y sin conciencia de nuestros recursos dormidos- perpetuamos en una cadena trans-generacional- la ignorancia que mantenemos sobre la perfección exquisita del ser humano.
Por eso reitero la importancia que tiene para cada uno de nosotros, abordar nuestra propia biografía humana. ¿Qué nos puede aportar este sistema de indagación? Una mirada honesta, amplia, abierta y verdadera sobre el sometimiento que hemos padecido durante nuestra propia infancia y sobre los mecanismos de supervivencia que hemos utilizado para atravesar una niñez injusta, siempre desde el punto de vista del niño que hemos sido. El primer requisito para llevar una vida más consciente, es abordar con ojos bien abiertos nuestra propia infancia. ¿Nos da pereza? Sí, claro. Pero sobre todo nos da miedo, porque intuimos que vamos a encontrar más dolor y desarraigo afectivo de lo que sospechábamos. ¿Es grave? No, lo más grave ya pasó. Ahora somos personas grandes. Pero si no asumimos el laborioso proceso de revisar nuestra propia historia, luego -por más que pongamos buena voluntad- no lograremos cambiar a favor de nuestro prójimo. ¿Por qué? porque ante cada desafío vital, se disparan nuestros “automáticos”, que son los mecanismos que hemos utilizado desde tiempos remotos y con los cuales estamos acostumbrados a relacionarnos.
Si estamos de acuerdo en que cada niño debería recibir absolutamente todo lo que necesita en calidad de cuidado, protección, percepción, contacto corporal, disponibilidad afectiva y resguardo, entonces tenemos la obligación de conocer al detalle desde qué realidad emocional partimos cada uno de nosotros, para poder –en serio- ofrecer a cada niño el bienestar que merece.
Solo si volvemos a poner al cada niño en el centro de la escena, nuestra civilización tiene oportunidades de paz y prosperidad.
Laura Gutman