Las infancias que nosotros hemos vivido, han sido anti niños. Están alejadas del diseño original del mamífero humano. He allí el germen de todo el sufrimiento humano posterior. Para que los niños pequeños no suframos, necesitamos adultos que confíen en nuestros reclamos, que serán siempre justos, necesarios, ecuánimes, precisos y legítimos. Si cada uno de nosotros hubiésemos sido sentidos por nuestra madre, acompasados, sostenidos, abrazados, alimentados y acompañados en la frecuencia sutil en la que vivíamos, hubiéramos podido luego desplegar nuestra aptitud para amar, instantáneamente. No hay más secreto que ese. Los niños podríamos desarrollar nuestros talentos naturales, nuestra empatía y nuestro amor al prójimo espontáneamente, porque estamos diseñados así. Para que ello ocurra –insisto- solo precisábamos ser compensados milimétricamente.
En este punto, nos encontramos con el eterno problema del huevo o la gallina: ¿Cómo logramos tener un bebé satisfecho si nosotras las madres hemos experimentado una infancia horrible y no hemos sabido desplegar recursos para amar al prójimo –en este caso a nuestro propio hijo- dejando de lado todas nuestras necesidades no satisfechas en el pasado?. En mi opinión, podemos empezar por la gallina, es decir por nosotras las madres, mujeres ya adultas que –aunque hayamos tenido una infancia difícil- hoy sí contamos con recursos suficientes para decidir tomar conciencia sobre nuestra realidad interior, y luego –una vez que hayamos investigado, comprendido y abordado la dimensión de nuestro propio desamparo, o de la violencia recibida, o del abuso o de la ignorancia emocional o de la distancia a la que estuvimos sometidas siendo niñas- accionar a favor de nuestro hijo (o de quien sea), sabiendo que no podemos volver el tiempo atrás, pero sí podemos cambiar hoy, a favor de nuestro prójimo.
Laura Gutman