Las vivencias que todos hemos experimentado en el útero materno han sido confortables y completas. Pasamos nueve meses en un perfecto paraíso: obteniendo todo aquello que –como criaturas en pleno proceso de gestación- necesitamos: alimento, cobijo y resguardo suficientes para que nuestro desarrollo suceda sin interrupciones ni obstáculos.
Finalmente el nacimiento se produce. Si las mujeres pudiéramos parir en franca intimidad, en estado de introspección y fusionadas con el niño pujando por nacer, los bebes recién nacidos seríamos acogidos bajo el mismo tenor amoroso y suave. Pasaríamos dulcemente del medio acuático al medio aéreo e iniciaríamos la respiración acunados por los brazos envolventes de nuestra madre. Si fuera así, los bebes humanos desplegaríamos ese amor con el que fuimos diseñados, siempre y cuando recibiéramos el cuidado y la protección que como criaturas indefensas necesitamos.
De hecho, quienes hemos tenido la oportunidad de observar a un recién nacido en brazos de su madre mamando la leche tibia, hemos constatado que no hay ojos más enamorados que los de un bebe en estado de bienestar. Es una mirada colmada de amor y pureza.
Es lamentable que pocas veces seamos testigos de esa dimensión del amor manifestado, porque raramente permitimos que una criatura que acaba de nacer, es decir, que acaba de abandonar su perfecto paraíso, continúe en el mismo estado de bienestar. ¿Qué necesitaría para continuar en su paraíso? Una madre que haya tenido la misma experiencia durante su niñez…y que por lo tanto sienta la espontánea necesidad visceral de permanecer con su hijo en brazos aunque el mundo externo desaparezca, dejándose succionar por la fluidez y la intensidad del amor que el niño pequeño reclama.
Para que las madres no nos cuestionemos la zambullida sensorial hacia la dimensión fusional del recién nacido ni calculemos racionalmente los asuntos relativos al mundo externo, dejándonos transportar por la fuerza de nuestra propia naturaleza; tendríamos que haber tenido una madre que haya vivido las mismas experiencias de despojo del universo racional y se haya lanzado a maternarnos cuando fuimos niñas. Y así, muchas generaciones de mujeres antepasadas maternando espontáneamente a sus hijos en un encadenamiento de sabiduría femenina transmitido desde las entrañas.
A ninguno de nosotros nos ha sucedido “eso”. Ni nuestras madres se despojaron de sus propias opiniones, prejuicios y creencias ni nuestras abuelas contactaron con su libertad interior. Todo lo contrario. Sin ir más lejos en la línea genealógica ascendente, sabemos que el nivel de represión, autoritarismo, violencia y rigidez ha sido moneda corriente. Por lo tanto nosotros no hemos rozado esas experiencias de amor altruista siendo niños y difícilmente podamos hacer algo diferente si alguna vez tenemos hijos y si no emprendemos un camino de introspección honesto y valiente.
Sin experiencias personales placenteras, nuestro punto de referencia será cada niño humano naciendo a cada instante en cualquier rincón del planeta en cualquier momento. Todos los niños nacemos iguales: capaces de amar y ávidos de amor. Necesitados de todos los cuidados que asemejen la vivencia dentro del útero materno. Todos los niños tenemos la capacidad para expresar a través del llanto nuestras necesidades básicas que requerimos sean atendidas por nuestra madre. También podemos expresar nuestro estado de bienestar si estamos confortables. Durante nuestra etapa pre verbal no incide la cultura ni las opiniones ni el bien ni el mal. Cada uno de nosotros nacemos conectados con nuestra propia naturaleza, que es la naturaleza de todo ser humano. Ahí hay una guía confiable.
Laura Gutman