Estremecidos -una vez más- por el horror después de los impactantes atentados en París, y preguntándonos cómo podemos acabar con ese odio que trasciende fronteras, sospecho que no hay solución si seguimos pensando que precisamos mayor control, mayor militarización y luchas implacables. Será muy difícil lograr algún resultado pacífico en el futuro inmediato si observamos sólo el final de la trama, creyendo que habrá que continuar esta guerra sangrienta contra enemigos indetectables.
Más bien pienso todo lo contrario. Estamos confirmando que un puñado de jóvenes desesperados -con el propósito de sentirse vivos- son capaces de cometer asesinatos atroces. Es tan absurdo y tan real, que tendríamos que observar cómo hemos gestado el horror.
El horror se organiza durante la primera infancia, cuando cada niño nacido amoroso, tierno y ávido de cuidados, no es tenido en cuenta. Cuando no es amado ni protegido ni recibido ni acariciado con infinita compasión. Allí reside la cuna del odio. En ese preciso instante -un instante que dura toda la niñez- la criatura va olvidando su propia amorosidad latente, mientras va perdiendo el sentido de la vida. Pocos años más tarde, apenas aflora la adolescencia y resurge de sus entrañas la potencia genuina de su vida -ahora con la fuerza de la juventud- sabiéndose sin brújula y sin nada que perder, va a salir a resarcirse de cualquier manera buscando un lugar de pertenencia en el seno de cualquier grupo que le permita encausar el rencor que trae consigo desde su primera infancia. Esos grupos huelen la desesperación previa y latente del joven, por lo tanto les resultará fácil captarlo, y en muchos casos lo van a usar para desparramar la crueldad. No se trata de amar a Alá ni a ningún Dios. Es al revés. Se trata de expulsar el odio y el resentimiento por no haber sido amados, encontrando al fin -en ese acto final- un reconocimiento a la propia existencia.
Cada joven convertido en asesino o en cualquier amenaza para la sociedad, ha sido -hace poco tiempo- un niño desesperado reclamando amor.
¿Qué podrían hacer los Estados a nivel colectivo? Hay dos niveles de acción. La acción externa y a corto plazo sería plantearnos las consecuencias por entrometernos en pueblos ajenos con el fin de apropiarnos de sus recursos, aunque muchas veces se justifique a través de supuestas intenciones de pacificación. La acción interna -quizás más a largo plazo- sería apoyar a cada madre y a cada familia para que puedan proteger, amar y sostener a cada niño que nace, sabiendo que durante esos años se juega no solo el bienestar futuro de ese individuo sino que se va forjando la paz de la humanidad entera.
¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros? Amar a nuestros hijos. Es el aprendizaje más urgente que debemos encarar cada uno de los adultos que queremos vivir en paz.
Laura Gutman