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La desesperación manifestada

Los niños lloramos mucho. Hacemos berrinches, intentamos por todos los medios explicarle a mamá que sufrimos en la escuela, que nos dan miedo los gatos, que el abuelo nos hace daño, que tenemos terror de quedarnos solos, que hay monstruos detrás de las ventanas, que los mosquitos nos pican escondidos entre las sábanas, que la maestra nos grita, que soñamos que nos morimos, que tenemos un nudo en el estómago y no podemos pasar la comida, que si la comida pasa nos lastima las tripas, que queremos quedarnos en casa, que no queremos jugar con niños que nos pegan, que estamos desesperados y sólo queremos un abrazo. Sin embargo, vamos a la escuela, nos cruzamos con los gatos, nos quedamos a dormir con el abuelo, pasamos muchos ratos solos, nadie nos defiende de los monstruos, nadie mata a los mosquitos, estamos desprotegidos frente a la maestra, comemos asqueados todo el plato de comida y no sabemos cómo conseguir un abrazo. Es tal la desesperación y las amenazas recibidas por los berrinches que hicimos en el autobús el domingo pasado, que mamá y papá han sistematizado los castigos. Ahora pasamos mucho tiempo solos en nuestra habitación sin poder mirar la tele y sin comer en familia. Luego crecemos y nos volvemos taciturnos. En la escuela no tenemos amigos. Preferimos encerrarnos con nuestros jueguitos electrónicos para que nadie nos moleste. Aislados y sin interés por los vaivenes familiares, mamá y papá nos consideran tontos. Sólo querríamos obtener el último juego electrónico que apareció en el mercado. Mamá y papá jamás lo comprarán ya que estamos castigados. Hasta que un buen día, con 13 años y la amenaza por parte de los adultos de dejarnos solos en casa del abuelo, hacemos un berrinche fenomenal. La diferencia es que ya medimos 1 metro 60. Nos hemos tirado al piso pretendiendo sacarnos la ropa y los zapatos, pataleando para que nadie se acerque. En medio de la descarga de ira apareció algún tío que fue testigo. Ese tío llamó al médico. El médico llamó al psiquiatra y nos volvimos a casa con un diagnóstico de brote psicótico y una lista de remedios que mamá fue a comprar. Mamá está inusualmente calma porque ya obtuvo respuestas: Ahora encontró el significado esperado para justificar nuestras descargas: “Estamos enfermos” y por eso éramos indomables. La explicación le acerca la tranquilidad que esperaba. Ya está. Con la medicación no tendrá que tolerar más berrinches, porque resulta que no eran berrinches, sino “brotes”.
¡Problema resuelto! Hemos inventando a un loco.
Por supuesto, nadie miró un poco más allá. Desde que hemos nacido, nunca nadie se puso en nuestra piel, nadie sintió nuestro abandono, nadie escuchó las amenazas de mamá diciéndonos que no deberíamos haber nacido, nadie fue testigo de las palizas que nos dio papá con el aval de mamá con una pala embarrada. Nadie contuvo a mamá para que no descargue su furia sobre nosotros cuando encontró a papá con otra mujer. Nadie apoyó a mamá para que nos diga una vez, al menos una sola vez en la vida una palabra cariñosa. Nadie le acercó a mamá una propuesta original de buen trato, porque ella misma no lo había aprendido. Nadie le propuso que revise sus falencias, su impaciencia ni su destrato. Nadie se nos acercó en la escuela ni en la vecindad para preguntarnos qué nos gustaría hacer. Nadie nos calmó en medio de un berrinche desesperado sino por el contrario, todos los adultos se atrincheraron entre sí acusándonos de malcriados y malnacidos. Y nosotros –aún niños– hemos resistido a fuerza de golpes, gritos y patadas. Hasta que la fuerza de la medicación psiquiátrica nos acalló.

(extracto del libro “Qué nos pasó cuando fuimos niños y qué hicimos con eso”)

Laura Gutman