Con frecuencia nos pensamos a nosotros mismos como seres separados: Yo soy yo, tú eres tú y el otro es el otro. Cada uno con su vida y su propio devenir, cada uno con sus problemas a cuestas, decisiones, odios o amores.
Pero resulta que somos un enorme entramado de seres humanos, unidos y entrelazados como pequeñas uvas que pertenecen a un racimo que pertenece a una vid que pertenece a un conjunto de vides que se mueven suavemente, al compás de una brisa producida por el viento. Si observamos desde afuera ese conglomerado de jugosas frutas, constataríamos que el movimiento es general y que por lo tanto opera en cada una de las uvas. Es lógico, porque no puede haber algunas uvas que se muevan y otras que no. El viento alcanza a todas las ramas y a todos los frutos.
Sin embargo desde la perspectiva de cada uva, las cosas se viven de otra manera. Cada uva cree que es autónoma, que se mueve si quiere pero si decide no moverse, es capaz de quedarse quieta ya que es suficientemente madura y libre para decidir por sí misma. Es más, las uvas no tienen conciencia de estar totalmente entramadas en kilómetros de vides, ni que dependen de los movimientos de las demás tanto como las demás dependen del movimiento de ellas. Tampoco saben que el viento no es ajeno, ni el sol ni la lluvia ni los días ni las noches. Si no que por el contrario, todos ellos hacen parte del ser uva.
Esto que nos parece tan obvio y evidente frente a una hermosa planta florida nos resulta inabarcable cuando nos remitimos a nuestras pequeñas vidas humanas. Porque todos nos creemos uvas. Suponemos que somos autónomos, que nuestros movimientos son pura expresión de nuestra individualidad. Que cada uno de nosotros vive lo que le place, decide a solas con su almohada, organiza y desarma con su propia varita mágica como si no dependiéramos de los racimos humanos que a su vez dependen de otros grandes racimos humanos pertenecientes a misteriosos movimientos que bailan el vals del viento.
Pocas veces logramos tener un claro registro de la pertenencia a la red, así como la uva no puede imaginar la inmensidad de la vid. Nosotros no registramos que la Tierra gira sobre su propio eje todos los días ni que se traslada alrededor del sol en apenas un año.
Cuando algo importante nos sucede en la vida, también modifica a nuestros padres e hijos, a amigos y enemigos. No importa a quién le acontece porque está inscripto en el destino de ese complejo entramado. Todos nos modificamos y todos dejamos de ser quienes éramos porque el viento o la lluvia o el granizo o el calor nos han cambiado para siempre. Al entramado. No al sí mismo. O tal vez hemos sido nosotros que hemos cambiado para siempre el destino de la lluvia o del sol. Quién sabe.
Laura Gutman