Da la sensación que podemos coger la luz con nuestras manos cuando está reflejada en la diversidad de colores. Extasiados por la belleza, permanecemos atónitos ante la aparición del arco iris surcando el cielo. Ese reflejo difuso nos trae un instante de inocente felicidad, unos segundos de explosión de magia entre el final de una lluvia y los tenues rayos del sol. Rojos, morados, violetas, azules, verdes, naranjas y dorados coexisten entre sí, porque todos son uno. Y si uno de estos colores faltara, simplemente no habría luz.
Así como es arriba es abajo, dicen los sabios que saben. Si en el cielo la diversidad es moneda corriente, debe ser porque aquí abajo nos necesitamos unos y otros con nuestras diferencias. No sólo el bajo necesita del alto para tomar la manzana del árbol, sino que el alto necesita del bajo para encontrar la piedra preciosa. El delgado necesita del robusto para lanzar la piedra y el robusto necesita del delgado para correr. El niño necesita al adulto para ser cuidado y el adulto necesita al niño para sanar su corazón.
Hay momentos en que algunos nos juntamos con otros parecidos y decidimos que “nosotros” somos los buenos y los normales, también los santos, los saludables, los correctos y los inteligentes. Por lo tanto, determinamos que los “otros” que son también bastante parecidos pero no lo suficiente, obligatoriamente son malos y anormales, pecadores, enfermos, incorrectos y tontos. Desde ya, es posible que ellos opinen sobre nosotros exactamente lo mismo que nosotros opinamos sobre ellos. Pero poco importa, porque de todas maneras no nos interesa lo que piensan ni sienten ni dicen. Nosotros somos nosotros y ellos son ellos, o sea, son diferentes. Y si son diferentes, preferimos alejarnos. Y al alejarnos, serán cada vez más diferentes y más desconocidos y más peligrosos.
La paradoja es que podemos ser buenos en la medida que haya alguien que no sea tan bueno…de lo contrario ¿cómo sabremos que somos buenos? Si no hay pecadores, ¿cómo es posible saber si somos santos? Si no hay mentes brillantes ¿cómo medimos nuestra ignorancia? Y sobre todo, si no hay generosos ¿cómo registramos nuestro egoísmo?
Esa es la sabiduría de la diversidad. Sólo en la diferencia podemos conocernos. Sólo si los demás poseen virtudes diferentes a las propias, podemos comprender qué tenemos y qué nos falta. Por eso ni siquiera se trata de “aceptar” las diferencias. Se trata de comprender que sin las diferencias, no “somos”. Es decir, que para “existir” y tener alguna entidad, necesitamos a aquellos que son diferentes a nosotros. Como el rojo necesita del azul y el violeta necesita del anaranjado. O sea que el acercamiento al “diferente” no es sinónimo de altruismo, sino apenas la capacidad de reconocer una necesidad vital propia.
Todos los padres de niños “diferentes” a otros lo saben. Es el niño “supuestamente diferente” quien nos trae conocimiento, nos dice quiénes somos, y nos indica nuestras falencias. Pobres todos nosotros.
Laura Gutman