Los ADD (siglas en inglés: “Attention Deficit Disorder”, es decir “Trastornos de déficit de atención”) pueden ayudarnos a comprender a los niños o por el contrario, pueden encapsular nuestro interés por ver más allá, refugiándonos en un supuesto diagnóstico que nos evita a los padres formularnos preguntas personales. En todos los casos, lo peor que le puede pasar a un niño es que su madre no lo sienta.
La fusión emocional –descrita en varios de mis libros publicados- es como un tanque repleto de agua. Las madres y los niños pertenecemos al mismo estanque. Si la temperatura está a 40 grados y si ambos estamos sumergidos, es imposible que no sintamos el calor. Estamos flotando en la misma temperatura. Ahora bien, si las madres -asustadas por la intensidad emocional que demanda el niño- nos escapamos del tanque…cuando la criatura nos avise que el agua está caliente, acostumbraremos a responder con liviandad que no, que no es verdad. Que no está caliente. Incluso que está helada. Total no la estamos sintiendo, por lo tanto podemos argumentar lo que sea. Luego a medida que el niño se queje más y más por la temperatura del agua y obtenga las mismas respuestas incrédulas por nuestra parte; nuestra criatura va a llorar, se va a portar mal o tendrá conductas bizarras con tal de que regresemos y toquemos el agua. Sin embargo algo tan sencillo, no sucederá. Las madres no regresamos. No tocamos el agua. Seguimos sosteniendo estoicamente que el agua está fría. Entonces el niño se desespera más. Claro que no presta atención en la escuela ¿Acaso es importante la geometría frente al desastre de quemarse y que nosotras no lo sintamos? El niño se porta cada vez peor, por lo tanto será derivado a una psicopedagoga que lo derivará a un médico que lo derivará a un neurólogo y en breve el niño será medicado.
La cuestión es que tenemos un ejército de niños medicados. Basta preguntar el porcentaje de niños que toman medicación en cualquier escuela de cualquier estrato social. La banalización de la medicación es un desastre ecológico. Una vez que el niño sea calmado a fuerza de medicación, ya no nos va a avisar cuándo el agua esté demasiado caliente. A lo sumo se lastimará. O aprenderá a vivir en el calor extremo. O preferirá dormir para no sufrir. O reaccionará “desmedidamente” cuando por error la medicación no lo tenga tan domado. Entonces tendremos excusas suficientes para mantenerlo aún más drogado.
La mayoría de los pedidos para que los niños se calmen, provienen de las escuelas. Es lógico, ya que se supone que en la escuela los niños tienen que aprender lo que los maestros pretenden enseñar. Y para que eso sea posible se requiere cierta quietud y concentración mental. Pasa que si los niños están emocionalmente desesperados, la mente no se puede aquietar. Pero nadie se pregunta qué le pasa al niño, sino que simplemente precisamos que estén en silencio. Los maestros pedimos soluciones a los padres, los padres pedimos soluciones a los médicos, los médicos diagnosticamos algún síndrome de los muchos que tenemos a mano y así resolvemos el problema. Niños medicados, adultos calmados. Las madres no nos preguntamos qué nos ha acontecido siendo niñas para comprender por qué no podemos siquiera acercarnos al tanque de agua caliente desde donde nuestros hijos nos reclaman.
¿Qué pasará en el futuro? Es pronto para saberlo. Pero podemos pronosticar mayor desconocimiento de nosotros mismos, menor conexión con las realidades emocionales y menor entrenamiento para formularnos preguntas personales frente a las dificultades cotidianas. Alguna vez tendremos que levantar los velos y empezar por el inicio de la vida de cada uno de nosotros revisando el nivel de violencia y de maltrato que hemos padecido y observando cómo hemos aprendido a desoír nuestros propios gritos de dolor. El punto es que hoy no toleramos escuchar lo que nos gritan los niños.
Laura Gutman