Para restablecer la ecología de la humanidad, necesitamos centrarnos en el bienestar original del ser humano, que aparece en todo su esplendor cuando somos niños, porque permanecemos aún ligados a nuestra propia naturaleza.
Para mantenernos allí, dependemos de la relación que los adultos que nos crían mantengan con nosotros. Hay dos opciones: Nos respetan o no nos respetan. Es similar a lo que hacemos con la tierra, el agua y el aire: Combatimos contra la naturaleza o convivimos con la naturalza. Si pretendemos que la vida salvaje se adecúe a nuestras pretensiones egoístas, lo lograremos eliminando todo vestigio de creación. En cambio si soñamos vivir en armonía, nos dedicaremos a observar, aprender y respetar a nuestro entorno.
Exactamente lo mismo acontece cuando nos relacionamos con los niños: O aprendemos de ellos o nos perderemos para siempre.
La noción de civilización niñocéntrica, produce escozor en los adultos. ¿Qué significa? ¿Qué los niños ahora van a hacer lo que se les dé la gana? ¿Qué habrá que aguantar a los niños tiranos? ¿Qué el mundo estará al revés? ¿Qué no hay que poner límites?
Nada de eso. Esos miedos son consecuencia de las infancias que nosotros hemos padecido y que nos han precipitado a un pozo de observación demasiado estrecho, más afin a los prejuicios que a la contemplación sincera.
Insisto que la referencia más confiable con la que contamos, es el niño tal cual llega al mundo. Todos los niños nacemos iguales. Hoy, hace 10.000 años, dentro de 234.658 años. En Singapur, en Berlin, en Argel, en Nueva Delhi, en Rio de Janeiro, en Moscú, en Madrid o en Yaundé. No importa el tiempo ni la geografía, cientos de miles de niños seguimos naciendo como está previsto por nuestra especie.
Es usual oir decir a los padres que los niños no llegan con un manual de instrucciones bajo el brazo, por eso es difícil ser padres. Falso. Los recién nacidos conservamos esas instrucciones delicadamente y en alineación absoluta con nuestra propia esencia, de hecho las manifestamos a cada instante. Pero los adultos no estamos dispuestos a tomarlas en cuenta. Nos gustaría que las instrucciones fueran otras. Pero son las que son. Así funciona.
Si sólo nos dedicarámos a cuidar la ecología con la que cada niño llega al mundo, así como algunos de nosotros procuramos cuidar la ecología del planeta, la vida sería muchísimo más sencilla, armoniosa, grata y próspera. Solo tenemos que observar, responder, avalar y garantizar a cada niño, que haremos por él lo que él está reclamando. Solo eso sería suficiente para instalar entre todos una civilización milimétricamente adaptada a las necesidades de los niños pequeños, y en la que cada decisión comunitaria sea tomada en cuenta según el bienestar de los niños pequeños.
Estoy segura que si confiáramos en la naturaleza instintiva de cada niño, recuperaríamos el sentido común, la alegría y la prosperidad. Y sobre todo, recuperaríamos algo que hemos perdido hace muchas generaciones: la capacidad de amar al prójimo.
Laura Gutman