Todos los seres humanos nacemos amorosos.
De hecho quienes hemos tenido la oportunidad de observar a un recién nacido en brazos de su madre mamando la leche tibia, hemos constatado que no hay ojos más enamorados que los de un bebe en estado de bienestar. Es una mirada colmada de amor y pureza.
¿Qué necesitaría cada niño para permanecer en ese estado de bienestar? Una madre que haya tenido la misma experiencia durante su niñez…y que por lo tanto sienta la espontánea necesidad visceral de permanecer con su hijo en brazos aunque el mundo externo desaparezca, dejándose succionar por la fluidez y la intensidad del amor que el niño pequeño reclama. Pero para que esa madre no se cuestione la zambullida sensorial hacia la dimensión fusional del recién nacido ni calcule racionalmente los asuntos relativos al mundo externo dejándose transportar por la fuerza de su propia naturaleza; tiene que haber tenido –a su vez- una madre que haya vivido las mismas experiencias de despojo del universo racional y se haya lanzado a maternar en ese entonces a esa niña hoy devenida madre. Y así, muchas generaciones de mujeres antepasadas maternando espontáneamente a sus hijos en un encadenamiento de sabiduría femenina transmitido desde las entrañas.
Aceptemos que a ninguno de nosotros nos ha sucedido “eso”. Ni nuestras madres se despojaron de sus propias creencias ni nuestras abuelas contactaron con su libertad interior. Todo lo contrario. Sin ir más lejos en la línea genealógica ascendente, sabemos que el nivel de represión, autoritarismo, violencia o rigidez han sido moneda corriente por parte de nuestras familiares. Por lo tanto nosotros no hemos rozado esas experiencias de amor altruista siendo niños y luego –en el caso de las mujeres- será difícil hacer algo diferente si alguna vez tendremos hijos.
Un obstáculo frecuente para comprender qué es lo que nos ha sucedido, es que nuestra civilización patriarcal no conserva testimonios de civilizaciones precedentes. La humanidad existe hace cientos de miles de años sin embargo el acceso al conocimiento de la historia de otros grupos humanos en otras culturas y regiones del planeta es muy limitado. Al menos sepamos que hay una historia anterior al Patriarcado que no estaba basada en las conquistas sino en la solidaridad. Hubo sociedades antiguas organizadas bajo modalidades muy diferentes a la nuestra que contaban con Deidades hembras. Es lógico que la más primitiva representación del poder divino haya sido femenina ya que los seres humanos habían observado que la vida emergía del cuerpo de una mujer. Siguiendo la misma lógica difícilmente en esas sociedades antiguas las mujeres hayan dominado a los hombres, simplemente porque el concepto de dominación no estaba circulando aún. La cuestión es que tenemos un acceso intelectual muy limitado por fuera de la lógica de dominación. Por eso -a falta de referentes confiables de civilizaciones diferentes a la nuestra- prefiero remitirme a la evidencia más confiable de todas: los bebes tal como llegamos al mundo.
De hecho todos los niños nacemos iguales: capaces de amar. Y desarrollaremos esa capacidad de amar siempre y cuando recibamos cuidados similares a la experiencia dentro del útero materno y –a medida que crecemos- recibamos la calidad de amparo, atención y comprensión que nuestras necesidades naturales requieren. Los niños estamos conectados con nuestra propia naturaleza que es la naturaleza de todo ser humano.
Pienso que esa es la mejor noticia para un nuevo año. Los adultos podemos volver a empezar –en el área que sea- gracias a cada nuevo niño que nace, el propio o el ajeno. Podemos –a través de la humanidad de cada niño- reconectar con nuestra propia naturaleza y recuperar el propósito de nuestra vida.
Laura Gutman