Estremecidos y espantados después del atentado en Las Ramblas de Barcelona -ese sitio tan querido para muchos de nosotros- y preguntándonos cómo podemos acabar con ese odio que trasciende fronteras, sospecho que no hay solución si seguimos pensando que precisamos mayor control y mayor militarización. Será muy difícil lograr una convivencia amable y pacífica en el futuro inmediato, si creemos que habrá que continuar una guerra sangrienta contra enemigos indetectables.
Estamos constatando que un puñado de jóvenes desesperados –intentando encontrarle un sentido a sus vidas- cometen asesinatos atroces.
El horror se organiza durante la primera infancia cuando cada niño nacido amoroso, tierno y ávido de cuidados, no es tenido en cuenta. Cuando no es amado ni protegido ni recibido ni acariciado con infinita compasión. Allí se gesta la cuna del odio. En ese preciso instante -un instante que dura toda la niñez- la criatura va olvidando su propia amorosidad latente, mientras se desvanece el sentido de su vida. Pocos años más tarde, apenas aflora la adolescencia y resurge de sus entrañas la energía vital -ahora con la fuerza de la juventud- encontrándose sin brújula y sin nada que perder, va a resarcirse de cualquier manera buscando un lugar de pertenencia en el seno de cualquier grupo que le permita encausar el rencor que trae consigo desde su primera infancia. Esos grupos huelen la desesperación previa y subyacente del joven, por lo tanto les resultará fácil captarlo para desparramar la crueldad. No se trata de amar a Alá ni a ningún Dios. Es al revés. Se trata de drenar el odio y el resentimiento por no haber sido amados, encontrando al fin un reconocimiento a la propia existencia fracasada.
Cada joven convertido en asesino ha sido -hace poco tiempo- un niño desesperado reclamando amor.
¿Qué podríamos hacer a nivel colectivo? Hay dos niveles de acción. La acción externa y a corto plazo sería plantearnos las consecuencias por entrometernos en pueblos ajenos con el fin de apropiarnos de sus recursos. La acción interna -quizás más a largo plazo- sería apoyar a cada madre y a cada familia para que puedan proteger, amar y sostener a cada niño que nace, sabiendo que durante esos años se juega no solo el bienestar futuro de ese individuo sino que se va forjando la paz de la humanidad entera.
¿Y qué podemos hacer cada uno de nosotros? Amar a nuestros hijos tal como ellos necesitan ser amados. Es lo más urgente si queremos vivir en paz.
Laura Gutman