Muchos adultos adoptantes reconocemos una vivencia sutil al encontrar a nuestro hijo, como si estuviéramos respondiendo al llamado específico del niño. Al acudir guiados por sus señales, comprobamos que estábamos en sintonía aún antes del encuentro efectivo.
Por eso estos “encuentros” merecen ser celebrados con especial alegría, ya que fueron posibles gracias al deseo de amar, maternar y paternar por parte de los adultos, pero sobre todo gracias al insistente llamado del niño que nos guió de alguna manera hacia él. Aquí hay algo para valorar y compartir, mostrando al mundo este suceso que se festeja socialmente como los compromisos, los casamientos, los nacimientos, las mudanzas, los diplomas, los logros… que no se ocultan ni se cuentan en voz baja. Estamos celebrando un milagro, una maravilla y una manifestación de la fortaleza humana.
Hay algo de magia en todo esto: el deseo de tener un niño, la posibilidad de encontrarlo y la sensación de que el universo tiene un plan preestablecido y que las cosas no suceden por casualidad. Cuando vemos por primera vez al niño que vamos a convertir en nuestro hijo, tenemos la certeza de presenciar una danza de duendes que festejan con alegría y se matan de la risa cantando: “ya sucedió, lo logramos”. Las fuerzas invisibles conspiraron para que el milagro se produzca. Somos protagonistas del sueño. El niño es recibido con flores y guirnaldas, los adultos nos convertimos en padres y los días y las noches se suavizan amparados por un coro de ángeles.
Las historias de las adopciones de los niños solemos relatarlas con increíbles similitudes. Nos gusta contar con lujo de detalles los recuerdos del desenlace, minutos antes de encontrar a la criatura. Recordamos los olores, las palabras, la firma y el sello estampado en un papel que legitima la entrega, la persona que nos da al niño envuelto en una manta dorada, el llanto dulce y la llegada a casa. Cada detalle recordado ilumina nuestros corazones y nos permite agradecer a los reyes y magos quienes nos han auxiliado en el viaje subterráneo y desgarrador hasta llegar al encuentro del niño amado.
La energía necesaria para desear, buscar y encontrar un niño para maternar, suele estar sostenida por un juego de naipes creado en el mundo invisible del alma de las mujeres, quienes no atendemos razones del mundo material. Somos capaces de navegar todos los mares, llegar a los rincones que los mapas oficiales no reconocen ni nombran y terminar con el niño en brazos, amparadas en el varón, o protegidas entre el cielo y la tierra si es necesario.
La actitud ambivalente de ocultar o develar con reservas, es típica de una sociedad que intenta modernizarse pero que mantiene prejuicios hipócritas. Fingimos ser felices mientras disimulamos el pánico que nos provoca pensar que “alguien” pueda lastimar a nuestro hijo humillándolo por ser “adoptado”. En lugar de escondernos en la angustia que nos provoca la ignorancia de los demás, podríamos contar, dar detalles, invitar a festejar, sumarlos a nuestra alegría, explicar a otros niños qué significa adoptar a un niño, compartir con otros padres la experiencia, siempre, cada día, cada instante y frente a todas las personas. De ese modo habrá alguien que regocijado y asombrado por nuestra alegría, se animará a tomar vuelo y emprenderá su propia búsqueda hacia el niño que lo está llamando.
Laura Gutman