La intransigencia y la intolerancia son actitudes muy comunes en nuestra civilización, porque hay una lógica que las sostiene. Los seres humanos no nacemos rígidos, sino blandos. No nacemos con miedo, sino que vamos adquiriendo esos mecanismos por la falta de cuidado y protección que han sido difíciles de sobrellevar con nuestros escasos recursos, cuando fuimos niños.
Al defender ciertas ideas, a veces pretendemos mantenerlas cautivas. Pero resulta que las ideas son del viento. Las ideas son maleables porque no están en ninguna parte. Las ideas las creamos, las organizamos y las cambiamos con sólo pensarlas. Ahora bien, cuando los individuos hemos crecido en un ambiente sin reglas claras en términos emocionales –ya que ése era el ámbito que debía ser inamovible: un territorio de amor inconmensurable– luego nos amparamos bajo cualquier idea que sea todo lo inamovible que logremos que sea. Es interesante darnos cuenta que fijar una idea es tan imposible como pretender que no cambie el clima. Sin embargo… eso es lo que hacemos. Pensamos algo y lo encerramos dentro de un bloque ideológico lo más restringido, inalterable, duradero y quieto posible. ¿Cuáles ideas? Cualesquiera.
Es evidente que, cuanto más obstinados devengamos, más temor nos causará cualquier situación que se aleje de nuestras ideas establecidas. Pensemos en nuestros propios padres rígidos cuando no han tolerado que durante nuestras adolescencias hayamos encontrado formatos, vocaciones o parejas por fuera de sus ideales: el derrumbe emocional para nuestros padres en algunos casos ha sido devastador. No estoy juzgando quien tenía razón, sino que estoy tratando de contemplar los motivos inconscientes –basados en las vivencias caóticas de sus respectivas infancias– para tener tanto miedo frente a lo diferente: Un novio de otra cultura que la hija trae a casa, una elección de carrera poco convencional o la decisión de dejar de comer carne, a simple vista, parecen tonterías, pero pueden representar –para un individuo que precisa restringir su mente dentro de cánones muy conocidos y controlados– un peligro emocional de proporciones considerables.
Las ideas estrictas nos permiten trazar un límite claro –aunque ilusorio– entre el “aquí adentro” y el “allá afuera” decidiendo quiénes serán invitados a nuestra fiesta y quiénes no. De hecho, marcan límites a veces más infranqueables que las fronteras entre países.
A escala colectiva observemos cómo a veces se organizan ideologías políticas y guerras sangrientas que a lo largo de la historia hemos afrontado los seres humanos. ¿En nombre de qué? De ideas inflexibles, como consecuencia del miedo que nos produce cualquier individuo, tribu o comunidad que aparezca como diferente. Insisto en que una idea, por definición no puede ser inamovible. Las ideas rígidas son meras reacciones automáticas por miedo. Ese miedo no es social, es individual. Claro que si sumamos todos los miedos individuales, nos convertiremos en un ejército de dragones aterrorizados.
El origen del miedo está inscrito en la vivencia primaria por no haber sido abrazos, cobijados y protegidos desde nuestra primera respiración. Si hubo momentos terroríficos en nuestra vida, fueron principalmente esos. Sumado a los años posteriores de infancias desamparadas que profundizaron las mismas escenas de desprotección del inicio. Por eso observemos de qué modo esas experiencias individuales se traducen luego en reacciones colectivas y con qué frecuencia defendemos con pasión ideas recalcitrantes como si tuvieran alguna importancia. Como si los pensamientos no fueran a cambiar. Como si la vida no fuera un movimiento continuo y fluctuante.
Laura Gutman