La adolescencia nos encuentra pretendiendo no depender más emocionalmente de nuestros padres pero sin una organización interna consistente por falta de amparo cuando fuimos niños. Entonces esas ansias de libertad las desplegamos con desprolijidad: A veces consumiendo sustancias (tabaco, alcohol, drogas) que nos dan una falsa sensación de bienestar y otras veces desconectando de nuestro mundo emocional. Coincide con el período en que se nos solicita a los adolescentes que definamos nuestra vocación, pero no estamos en condiciones de apropiarnos de nuestro sí mismo para desarrollar nuestras virtudes. Suele ser una época sufriente a mitad de camino entre el desconcertante deseo propio y el inalcanzable deseo de nuestros padres.
Desde el punto de vista de los padres, recién cuando aparecen problemas de consumo, violencia o apatía en nuestros hijos adolescentes, registramos que algo está pasando. Pretendemos una solución. Pero resulta que nuestros hijos pasaron toda su infancia intentando estar en contacto con sus propios ritmos y desplazando sus necesidades primarias, para complacernos. Hace ya mucho tiempo que dejaron de reconocer sus propias señales y -para no sufrir- han aprendido a desconocerlas.
Es evidente que somos los adultos quienes podemos -con las manos sobre el corazón- reconocer nuestra incapacidad para ofrecerles algo más que quejas o juicios sobre lo que ellos hacen mal, aún con la “urgencia” de un joven en riesgo. Solemos creer que la urgencia se instaló ahora que el síntoma se hizo demasiado evidente, cuando en realidad hace años que ese niño venía pidiendo auxilio. Cuando fue bebe no nos pareció peligroso su llanto desgarrador, ni nos pareció terrorífico su llanto desesperado en la escuela, ni las enfermedades a repetición de ese niño cada vez más debilitado. En ese entonces era urgente la presencia emocional de mamá, era urgente el abrazo contenedor cuando había depredadores por doquier, era urgente la disponibilidad de mamá cuando su cuerpo sangraba, desgarrado de soledad. En cambio -una vez que el adolescente logra incorporar una sustancia cualquiera- ya no hay urgencias. Nos sobra el tiempo para recorrer todos los rincones de nuestra historia personal hasta comprender qué nos ha sucedido y por qué nos ha resultado abrumador dar prioridad a las necesidades acuciantes de nuestros hijos pequeños.
Aunque nos encontremos con un panorama desolador, los adolescentes aún están abiertos. Cuando los adultos estamos dispuestos a dialogar con honestidad aceptando el dolor de las propias limitaciones; logramos atraer la atención de los jóvenes en apariencia apáticos. Podemos jugar las últimas cartas mediante una comunicación sincera, siempre y cuando miremos hacia adentro y compartamos con nuestros hijos aquello que vayamos descubriendo respecto a los encadenamientos trans generacionales de maltratos, violencias y abandonos. En pocos años más -cuando ellos se conviertan en adultos- todo proceso de indagación personal va a depender de la decisión consciente de ellos. Ya no de nosotros.
Laura Gutman